Anna Chiappe Vda. de Mariátegui recuerda sus diez años intensos al lado del «Amauta». Del noviazgo al fin…

Por Mario Campos

DEBAJO de un retrato de José Carlos sonriente, Anna Chiappe intenta aparecer menos nerviosa, sin esa expresión de angustia que le cubre el alma cada mitad de abril, tantos años hace, desde el 16 de abril de 1930, tantos años hace, sin el compañero que conoció en Florencia, que empezó a amar en Florencia, renací en tu carne cuatrocentista como la de «La Primavera «de Botticce- li».

La mañana del jueves no hacía ni frío ni calor. Bien peinadita, con un impecable conjunto sastre a rayas, la señora Anna Chiappe de Mariátegui esperaba debajo del retrato de su marido. En los ojos se parecían. Los mismos ojos se les salían, y con idéntica expresión de pasión, como saltando y con vida eterna. «¿José Carlos?», «¿José Carlos?», dijo cuando me sintió llegar. Su nuera le dijo, no, señora, son los periodistas. Y la señora Anna, la fuerte señora Anna de Siena y de José Carlos Mariátegui, me recibe diciendo «¡Qué pena que se murió José Carlos!, ¿no?. Es una llaga de la cual nunca me podré sanar».

Recuerda vagamente una reunión en Florencia, las voces, una música en violín. Veinte años, un padre comerciante en café, Ugo, el hermano médico muerto, los cantos de la Divina Comedia aprendidos de memoria y recitados en la clase. Eso recuerda vagamente, pero no al muchacho pálido v cenceño que le fue presentado como José Carlos Mariátegui, il peruviano», y que le empezó a hablar en italiano, fácilmente a hablar en italiano, con soltura, con elegancia. Cómodamente empezaron a entenderse. Recuerda aún su voz suave y clara, sus ademanes, el corbatín. Tal vez, quién sabe, su salud y su gracia esperaban esa tristeza de sudamericano.

Era 1920, la primavera de 1920. La señora Anna dice que se quedó pensando en él. El, José Carlos, vivía en una pensión que daba a la Piazza della Signoría. Se había presentado como un escritor, un literato, signorina, muy interesado en la cultura italiana.

Pocas semanas después habría de producirse la reunión definitiva. Un tío de Anna tenía un lujoso restaurante en Nervi que se llamaba «II Piccolo Edén». Era un restaurante campestre de lujo, seguro que muy hermoso, flores, un acordeón sonando todo el tiempo. Hablaron, el flechazo entró bien. Anna recuerda el sonido del acordeón y un olor a flores.

Pero el tío estaba indignado. Ante las continuas visitas de José Carlos y viendo que la sobrina estaba decidida a lanzarse a la aventura del matrimonio, un día, no recuerda en qué momento, le dijo: «Ese sudamericano pálido, de aspecto enfermizo, hará muy desgraciada tu vida. Regresarás a Italia derrotada y cargada de hijos».

Se casaron en Florencia al poco tiempo.

Aquí en Lima, 1989 empieza a subir el calor. Los colores le brotan a la señora Anna. Cómo se le parece la mirada a la de su marido que cuelga en la pared. A pesar de la angustia, a pesar del tiempo, cómo se parecen sus miradas. De abajo viene un olor a lo- cro, a puré, a sopa de verduras. Cómo se parecen sus miradas.

Empezaron a mirar juntos en Florencia. Rápido vino Roma. Usted sabe señor que a José Carlos le hacía mucho daño el fró de la Italia septentrional, y le caía muy bien el de la Italia meridional. En Roma, pues, ahí se sentía muy bien.

Mientras el olor de la sopa de verduras sigue subiendo por la escalera, la señora Anna recuerda cómo le escribía poemas, José Carlos. Y cómo la enamoraba. Me está diciendo que la enamoraba como hombre y como peruano. Una mezcla de poemas y descripciones amorosas de la tierra, la gente, los furores de esa gente, Anna, mi gente, los peruanos, el Perú.

Le habló de su infancia triste, signada por la osteomielitis. La pierna izquierda, Anna. Anna le aconsejó que se hiciera examinar en Bologna en un famoso centro traumatológico. Pero él decía que se sentía muy bien en Roma y que, además, Anna, yo no soporto la máscara de cloroformo. He sufrido mucho con las exploraciones médicas, y no soporto la máscara de cloroformo, ni nada que me recuerda la enfermedad en Lima.

Anna lo acariciaba.

Los primeros días en Roma lo veía feliz. Fueron días felices, en verdad. José Carlos, su inteligencia, eran una luz. Le hablaba de sus ganas de regresar a Lima, de establecerse en el Perú ara iniciar su tarea de escritor y, sore todo, sus programas de lucha social. Así le dijo.

Se quedaron dos años en Roma. Lo recuerda celoso de su tiempo, escribiendo siempre, estudiando el marxismo. 

Alguna vez José Carlos dijo que el amor de Anna le hizo ver claro muchas cosas, especialmente la lectura de algunos libros que antes consideraba sumamente densos, duros.

Vivían en la Vía della Scroffa, en unos altos. Anna, también, por su lado, empezó a ver claro. Juntos cruzaron ese proceso de sensibilización socialista. Lo hicieron al mismo ritmo y con gran entusiasmo. «Y pensar que antes de conocerlo no me interesaba nada de eso. Era conservadora, una chica católica… Conocerlo significó cortar con todas mis tradiciones. Me aproximé al pensamiento socialista».

En 1921 viajaron juntos al Congreso Socialista de Livorno, cita histórica donde se produciría la división de los socialistas reformistas con los comunistas. José Carlos asistió como corresponsal de «El Tiempo». La señora Anna recuerda lo impresionado que quedó con Antonio Gramsci. Recuerda también las voces, las discusiones, y José Carlos mirando todo. Setiembre de 1921. Se zanjaron las posiciones de los socialistas y los comunistas. Umberto Torracini, un senador, recordó en 1964 que le llamó la atención una persona simplemente conocida como ’il peruviano», por su fuerte personalidad y sólidos criterios.

En 1922, mayo de 1922 viajaron ala Conferencia Internacional económica de Génova. José Carlos trabajaba intensamente. Recibía un sueldo como agregado de prensa de la Legación del Perú en Italia que presidía Arturo Osores. Viene entonces un intenso tiempo de viajes. Alemania, fines del 22 y principios del 23. Luego Australia, Hungría. Checoslovaquia, Francia. Dijeron, Dasta.

El 20 de febrero de 1923 partieron a Lima de Le Havre en el barco «Negada». Anna llevaba en brazos a Sandro, su hijo mayor, y en el vientre a Sigfrido, el segundo.

Encinta llegó Anna al Callao. Vestía de blanco, la palidez. Habían sido 23 días de viaje. Anna no tenía miedo. Al lado de José Carlos nunca tuvo miedo a nada. Cuando se murió, sí, un poco, pero tuvo que echarle valor. Como hasta ahora.

No le gustó el Callao.

Vino un desfile de rostros y mirados. José Carlos, su José Carlos era llevado por un bosque de brazos y manos. No le gustó el Callao. José Carlos estaba muy excitado, muy contento. Llamaba a todos por su nombre. El primero que escuchó correspondía a un hombre aindiado, cetrino. Era ebanista y se llamaba Fausto Posada.

Vio las cosas chatas. ¿Dónde estaba el cielo azul que decía José Carlos? ¿Y a dónde el sol? No había cielo. No había sol. Sólo gentes pálidas bajo un colchón espeso de nubes. Se fueron a vivir al jirón Huanta, en los Barrios Altos. Los paisajes de Siena, de Firenze, de Nervi, trasplantados a unas calles húmedas, chatas, alargadas, y el desfile de gente pálida, cetrina que toda su vida habría de buscar, rodear, perseguir a su marido.

Del Jirón Huanta a la Quinta Heeren. Recuerda que se iban a pie hasta el Paseo Colón, donde ahora funciona el Museo de Arte ¿no señor?, y que antes se llamaba el Palacio de la Exposición. Ahí, en un sector cedido por la Municipalidad a la Federación de Estudiantes, funcionaba la Universidad Popular. Ahí habría de ver a su marido ante esa gente pálida y cetrina, por ella no sólo admirado, sino también amado.

Como hasta ahora.

La fatalidad, sin embargo, empezó a actuar.

José Carlos entró en crisis de salud. En la pierna sana había aparecido un tumor. Se revolcaba con fiebres de 40, 41, 42. Una mañana, al verlo tan mal, el doctor Gastañeta opinó que había que amputar inmediatamente la pierna. La señora Amalia de Mariátegui, madre de José Carlos, se opuso. Era muy católica. Le preocupaba la religión. Prefería un confesor.

La señora Anna intervino como tocada por un alfiler: «Yo soy su esposa, y la madre de sus dos hijos. Si la intervención es indispensable, proceda usted».

El sol de mediodía empieza a debilitarse aquí en Lima de 1989. La señora Anna ha guardado un largo silencio. Lo rompe: «Mi José Carlos despertó tranquilo, preguntando por mí. Pasaron varios días luego de la operación. Me decía sólo sentía un adormecimiento, algo así. Una mañana levantó la frazada y se vio sin la pierna derecha. Pegó un grito atroz. Nunca lo había visto así: su llanto, su desesperación. Mi vida está trunca, decía no sirvo para nada. Yo lo abrazaba, con toda mi ternura lo abrazaba. Besando, bebiendo sus lágrimas le dije, José Carlos, todo tiene arreglo. Vamos a viajar a ponerte una pierna ortopédica. Pero en ti, lo más valioso es tu cerebro, José Carlos y mientras tu cerebro esté intacto y en capacidad de producir ideas, todo lo demás es secundario, José Carlos adorado».

De izquierda a derecha:  Anna soltera en Florencia, 1918; Anna de novia, 1920; Anna casada en Roma, 1922. La última, Anna viuda a fines de 1930.

Nunca más lo vería quebrado. Nunca más. Pasaron a vivir a la casa de Leuro, en Miraflores, donde cumplió una etapa de convalecencia que se compartió con una estancia en una clínica de Chosica. José Carlos volvió a su trabajo periodístico en «Mundial” y «Variedades». Su nombre crecía. De Leuro pasaron a la casa en el jirón Washington, donde se hacen más intensas sus relaciones con los políticos y los obreros. La señora Anna lo recuerda muy celoso de su tiempo, como un poseso ante la máquina, con los libros. Recibía a los obreros a partir de las seis de la tarde. Los políticos llegaban más temprano, los obreros más tarde. Con ellos se quedaba más tiempo, hablando de todo, en medio del silencio, antes de las preguntas y la discusión. Recuerda que una vez llegó Jorge del Prado a las tres de la tarde. José Carlos estaba ante la máquina y ni lo miró. Jorge del Prado siguió a su lado y como José Carlos sólo tenía vida para su trabajo, se fue. Cuando regresó a las seis de la tarde, luego que se retiró la ^ente, José Carlos le dijo:

Mire, compañero Jorge. Tengo el presentimiento de que mi vida va a ser corta. Por eso es que tengo que sacarle el mayor provecho al tiempo, para leer, escribir y crear para todos».

Del 16 al 30 se dieron los años más fecundos de José Carlos. En 1916 publica la revista «Amauta», y en 1928 el quincenario «Labor», que José Carlos quería ver convertido en diario para los trabajadores. La casa de Washington era pulcra, y José Carlos, como recuerda Basadre, atendía siempre muy acicalado, muy limpio. «¿Qué le gustaba. Le gustaba la comida italiana, conversar conmigo en italiano, y la música de Beethoven, en primer lugar Beethoven. Después Wagner, Schubert. Le enfurecía el incumplimiento de la. gente. Le repugnaba la mentira, las posturas acomodaticias, los comportamientos postizos, eso pues que caracteriza a la política criolla. Los chicos gateaban mientras él trabajaba».

La fatalidad no cesaba.

«A fines de marzo de 1930, José Carlos entró en crisis. Los dolores lo atormentaban. Se puso grave, grave, el 12 de abril…»

De la Clínica Villarán, la señora Anna no se separaba. Su mano sobre la cabeza de José Carlos. Cómo calmarle el dolor. Cómo, nunca más los gritos, el sudor sobre la frente. Su muchacho de 26 años de Florencia agonizaba ese 16 de abril de 1930. Habían empezado a mirar juntos. Diez años, no más, señor, pero qué diez años. No recuerda en qué momento lo vio con su corbatín, hablándole en italiano, y la música de acordeón, a lo lejos. Cuida a los chicos, le dijo, cuídate tú, y repitió varias veces, Anna, Sandro, Sigfrido, José Carlos, Javier, la revolución sólo se puede hacer en base de los grandes principios. Y luego dijo, muy claramente dijo, «Adiós, Anita».

(*) Publicado originalmente en Caretas, 2 de mayo de 1989.

En una entrevista exclusiva, Anna viuda de Mariátegui revela episo­dios inéditos y fundamentales de la vida de quien es considerado por muchos autores extranjeros co­mo el más grande pensador político de América. En momentos en que la obra del ilustre socialista crece en importancia y actualidad, la imagen del Amauta cobra colores de vida en una charla que es un documento para la historia.

Por César Lévano

En 1920, en Florencia, en casa de la Condesa de Antici Mattei, José Carlos Mariátegui conoció a Anna Chiappe, el grande, el único amor de su vida. Ambos habían acudido por separado y sin conocerse al concierto de danzas que brindaba la “medio excéntrica” aristócra­ta. En algún momento, mientras vibraba un Estudio profundo de Chopin, las miradas del joven y la muchacha se cruzaron. “Él me impresionó mucho por su manera tan fina y distinguida” – nos di­jo, hace unos días, 49 años des­pués de aquel encuentro memo­rable, la ahora viuda de Mariáte­gui. “Parecía un noble. Y tenía unos ojos tan profundos”.

Por su parte, el joven peruano – 25 años esa noche – expresó su emoción en un poema en prosa publicado en 1926 en la diminuta revista “Poliedros”, que dirigía Armando Bazán. José Carlos y Anna eran ya esposos; habían re­corrido juntos toda Italia, Alema­nia, Francia; tenían tres hijos; pero la llama del amor no había perdido intensidad ni fulgor.

“Renací, escribió, en tu carne cuatrocentista como la de la Pri­mavera de Botticelli. Te elegí en­tre todas, porque te sentí la más diversa y la más distante. Esta­bas en mi destino. Eras el desig­nio de Dios. Como un batel cor­sario, sin saberlo, buscaba para anclar la rada más serena. Yo era el principio de muerte; tú eras el principio de vida. Tuve el pre­sentimiento de ti en la pintura ingenua del cuatrocientos. Empe­cé a amarte antes de conocerte, en un cuadro primitivo. Tu salud y tu gracia antigua esperaban mi tristeza de sudamericano pálido y cenceño. Tus rurales colores de doncella de Siena fueron mi pri­mera fiesta. Y tu posesión tónica, bajo el cielo latino, enredó en mi alma una serpentina de alegría.

“Por ti, mi ensangrentado ca­mino tiene tres auroras. Y ahora que estás un poco marchita, un poco pálida, sin tus antiguos co­lores de Madonna toscana, siento que la vida que te falta es la vida que me diste”.

Italia o la felicidad

Artemio Ocaña, el veterano es­cultor peruano que compartió muy de cerca la experiencia ita­liana de Mariátegui, recuerda que, de repente, tras viajar a Flo­rencia, éste desapareció. Cuando volvió, ya estaba casado.

“Mariátegui se alejó de sus amigos”, comenta doña Anna. Ellos decían después: “¡Con razón había desaparecido!”.

En esa estación con su amada en Florencia, tiene que haber si­do supremamente feliz. Entre el mar y los viñedos de la costa liguria, bajo las soleadas colinas toscanas cubiertas de olivos, ante la obra de los florentinos vene­rados (Dante, Machiavello, Bocaccio, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Botticelli), su genio ma­duraba hacia aquel equilibrio de vida interior y naturaleza, de sensibilidad y mundo social, que iban a distinguirlo en la vida y en el libro. Florencia, urbe y de­mocracia antigua, lógica y belle­za, vitalidad y gracia. Una ex­periencia que fue una corona de laureles sobre su frente.

“No era de carácter melancólico. Ni cuando estaba enfermo”. Así nos dice doña Anna. Hay una gran sonrisa en su evocación. Y uno se ratifica en la convicción de que sólo un hombre feliz pue­da luchar plenamente por la fe­licidad de los otros.

“Mariátegui, nos dijo Ocaña, vivió al principio en Vía Véneto 29, interno 4”. “A ese alojamien­to, propiedad de Francesco Atu­nante, me llevó a mí”. “Cuando se casó, él y su esposa se fueron a vivir a Frascati, cerca de Roma, a una villa que era puros viñe­dos. Era una casa del Renaci­miento, con pinturas murales del Dominicchino. Se pagaba por el alquiler 500 liras. Apenas cinco libras peruanas de la época”.

Por su parte, doña Anna re­cuerda: “De Florencia viajamos a Roma. Fuimos a vivir a Villa Pía. Arturo Osores la había al­quilado como Legación del Perú. Era la casa en que había vivido la famosa actriz Francesca Bertini. Después marchamos a Frasca­ti. Desde el comedor se veía el Palacio de Castelgandolfo, la re­sidencia de verano del Papa”. En los planos, Frascati aparece a 21 kilómetros de la Ciudad Eterna; Castelgandolfo descuella a 25 ki­lómetros.

“Eran tiempos alegres. Él se iba a veces acompañando a Ocaña a la Escuela de Bellas Artes de Roma. Era cuando había mo­delos femeninos…”.

“Tenía tiempo para todo. En Roma no se perdía un buen con­cierto o espectáculo de ballet. Y le gustaba el circo. A veces, yo lo acompañaba al circo, aunque a mí no me gustaba”.

Como se sabe, el Amauta anun­ció una “Teoría del circo” que no se ha encontrado entre sus papeles. Debe de haberse perdido en alguna hoguera policial.

¿Cuándo comenzó, pregunta­mos, la formación marxista de Mariátegui?

Ella cree que fue precisamente en Italia. “Tenía una gran biblio­teca. “El Capital” estaba en fran­cés. Los documentos sobre la re­volución rusa, en italiano”.

¿Es cierto que la familia del filósofo Benedetto Croce interce­dió, como dice el italiano Antonio Melis, ante la familia de ella en favor del galán venido del le­jano Perú?

– “Es cierto. El hecho es que una tía mía había sido novia de Croce. No se casaron porque mi familia, muy católica, no podía consentir un matrimonio con un liberal tan conocido”.

Los viajes

En uno de sus dos cortos escri­tos autobiográficos, Mariátegui dice que no pudo llegar a Rusia “porque mi mujer y mi hijo me lo impidieron”. “No es que yo me opusiera”, subraya ahora doña Anna. “Yo le dije: ‘mejor anda tú solo’. Yo estaba muy cansada con el bebé. Pero a él no le gustaba salir solo. Siempre le gustaba ir conmigo”.

“Era muy entusiasta”, recuer­da. “Para mí, decía, la cosa más grande es cuando puedo coger una maleta e irme. A veces sin saber adónde”.

Y, sin embargo, aquella vez no quiso viajar porque su compañe­ra no podía ir.

Pero viajaron bastante por otros contornos. Estuvieron jun­tos, por ejemplo, en el célebre Congreso de Liorna (Livorno, en italiano) en que el ala izquier­da del socialismo fundó el comu­nismo. “Allí vimos a Antonio Gramsci y Palmiro Togliatti. Con ambos conversaba amistosamente Mariátegui”.

También estuvieron en 1922, Génova, en la Conferencia Eco­nómica Europea que fue la pri­mera reunión internacional a la que acudió una representación soviética. En “Defensa del Mar­xismo”, Mariátegui iba a escribir que ella marcaba el inicio de la coexistencia pacífica entre esta­dos de sistema social distinto. “Allí, dice doña Anna, conversó con Chicherin, el jefe de la dele­gación rusa. Mariátegui estudió, cuando estuvimos en Berlín, el idioma alemán con una profeso­ra alemana. Todos los días tenía una clase de inglés y de alemán. Pero también sabía algo de ruso. Con Chicherin se saludaban y despedían en ruso. Sus conversa­ciones las sostenían en francés”.

Mariátegui estuvo cuatro años y medio en Europa. De ellos, año y medio lo pasó en Alemania. El viaje fue hacia mayo o junio de 1922. “Durante ocho meses vivi­mos en la Postdammer Strasse” (en lo que es hoy Berlín Orien­tal). “Estuvimos luego en Praga, en Budapest, en Austria, nave­gando por el Danubio Azul”. En Alemania, como se sabe, Mariá­tegui entrevistó a Máximo Gorki.

Viajaron en seguida a París. Allí se entrevistaron con Romain Rolland y Henri Barbusse, que no regatearon, por escrito, su ad­miración al gran peruano. “In­cluso, salimos con Barbusse a to­mar el té”.

“Mariátegui —iba a escribir Barbusse— es la nueva luz de América. Un espécimen del nue­vo hombre americano”.

¿Conoció Mariátegui a Pirandello? ¿A qué otros grandes de la literatura y las ideas frecuentaron en Italia?

“Conversó varias veces con Pirandello”, recuerda la dama. “También fue amigo de Piero Gobetti”. Se trata del escritor cuyos estudios respecto al “Risorgimento”, es decir, a la lucha por la unidad de Italia, tanto atrajeron al Amauta. “Croce lo quería mu­cho. Cuando iba José Carlos a su casa, lo presentaba diciendo: ‘és­te es el hombre más grande del mundo’. Le tenía un gran afecto”.

Por su lado, Ocaña recuerda que Mariátegui fue amigo tam­bién de los líderes socialistas Filippo Turati, Antonio Grazidei y Nicola Bombacci. Tiene él bocetos al carbón del diplomático sovié­tico Joffe, de Giordi Vassiliévich Chicherin, del francés Jean-Louis Barthou y de Lloyd George, el célebre político inglés. “Fue ami­go de Pirandello”, nos dijo ex­presamente.

José Carlos Mariátegui, Anna Chiappe, su hijo Sandro y César Falcón

Una explicación

Para muchos biógrafos y estudiosos de Mariátegui, la obra de este autodidacto sin educación secundaria, de mala salud, que tuvo que ganarse la vida desde los 14 años de edad, que murió a los 35, tiene algo de milagro. En el breve arco de su vida caben una inmensidad de cultura, pensamiento y acción. Baste señalar estas creaciones: la revista «Amauta», los «7 Ensayos» y otros veinte libros, la Confederación General de Trabajadores y el Partido Socialista del Perú, cuyo nombre deseaba cambiar, antes de morir, por el de Comunista. Hace pocos años, escuchamos decir, en Lima, al estadunidense Carleton Beals que Mariátegui es «el más grande pensador político de América». El juicio se extiende ahora. Robert Paris en Francia, Manfred Kossok y Adelbert Dessau en Alemania Oriental, Antonio Melis en Italia, el profesor Albuquerque en Texas, Estados Unidos, sufragan el juicio.

Los días espléndidos de Italia explican una parte de la precoz madurez mariateguiana; pero no toda. Hay fuentes que se ocultan junto a la raíz de la infancia. Mariátegui se proclamó limeño toda su vida. En realidad, poco antes de su nacimiento, su madre, doña Amalia La Chira Vallejos, natural de la zona de Huacho, había viajado a Moquegua, por lo cual el alumbramiento se realizó en esa ciudad del Sur. En seguida, buena parte de sus primeros años transcurrieron en la suave campiña huachana. A los seis años tuvo una caída fatal. El resultado fue una baldadura y, lo más grave, un foco de ostiomielitis en una pierna. Sus familiares nos contaron que a los 6 años, más o menos, comenzó su madre a realizar continuos viajes de Huacho a Lima para hacerlo tratar. El esfuerzo era demasiado grande para una familia pobre. Entonces, se decidió internarlo. Estuvo cuatro años en la «Maison de Santé» u Hospital Francés.

Era éste, en esa época, un nosocomio exclusivo, reservado casi sólo para franceses, ingleses o alemanes pudientes avecindados en Lima. Dos eran los tipos de servicios: los unipersonales y los destinados a seis personas. En todo caso, no había allí enfermos menores de edad. Pues bien: el pequeño Mariátegui pasó sus años de internado junto con esos compañeros adultos, llenos de experiencia y que hablaban extraños, lejanos idiomas. Se sabe que al final se había convertido en intérprete de muchos de ellos.

¡He ahí una clave sicológica para la precoz madurez del Mariátegui temprano! He ahí por qué, entre otras cosas, cuando era un «alcanzarrejones» de La Prensa, que iba a la oficina cablegráfica a recoger los despachos noticiosos, podía traducir, en el trayecto, las noticias que ve­nían en inglés de Europa, Asia, África o Norteamérica. Además, aquella soledad de años tiene que haberle entrenado para la gimnasia de la reflexión y para la firmeza de las certidumbres sin que importen los prejuicios y las supersticiones de la masa in­forme.

Otro factor, en el que no se ha insistido lo suficiente, es su con­tacto directo con las luchas so­ciales de comienzos de siglo en el Perú. “Cuando José Carlos fun­dó La Razón con César Falcón y Félix del Valle, nos recordó Ocaña, había mítines obreros que terminaban al pie del balcón del diario. Era en la esquina de Baquíjano con el Jirón Cuzco”. Eso fue, recalquemos, antes del viaje a Europa. Tal experiencia lo sen­sibilizó para la prédica socialista de Antonio Gramsci en “L’Ordine Nuovo” (“El nuevo orden”). En los días en que él se instalaba en Italia, en las páginas de esa cé­lebre revista aparecían reflexio­nes sobre el papel de los obreros como actores principales de una revolución posible y de los cam­pesinos como protagonistas de la acción prerrevolucionaria.

Mariátegui era hombre de pen­samiento y de sensibilidad artís­tica en todos los momentos. En la charla con su viuda, la imagen del hombre de espíritu aparece a cada paso. “En música tenía una cultura extraordinaria. Amaba sobre todo a Beethoven y Stravinski”, nos dice. “Con el Dr. Oten, un amigo suizo, se entrega­ban a verdaderas sesiones de mú­sica. El grupo de sus camaradas llegaba, y él estaba encerrado con Oten. A veces venía gente cargante, y él decía: ‘Ponte una sinfonía para que se vayan’…”.

Entre la gente que con mayor agrado recibía se contaban los ar­tistas. José María Eguren era uno de sus adictos. Llegaba a veces a escribirle – ¡desde Barranco! – para anunciar que un resfrío le impedía devolver por el momen­to tal o cual libro. “Iba mucho también Percy Gibson. Otros que iban eran Martín Adán, José Diez Canseco, el filósofo Mariano Ibé­rico Rodríguez. Alguna vez acu­dieron también los doctores Ho­norio Delgado y Juan Francisco Valega”.

“El Rincón Rojo” era otra cosa. Era en realidad un seminario riguroso de estudios marxistas. Constituía el núcleo del Partido. Estaba formado, entre otros, por Hugo Pesce, Ricardo Martínez de la Torre, Avelino Navarro, Mar­celo Sánchez, Luciano Castillo y, hasta cierto punto y por una tem­porada, Jorge Basadre.

Hombre de espíritu, Mariátegui era también hombre de empresa. Fundó la Editorial “Minerva” ca­si sin dinero. “Amauta” la em­pezó a publicar con tipos móviles. Sólo en 1929 le llegó el linotipo. Él mismo diagramaba la revista y la cuidaba en todos sus detalles. Los manuscritos revelan que dominaba la técnica tipográfica y sabía ordenar exactamente. “Igual, dice doña Anna, era con los clisés. Él me enviaba a los ta­lleres con indicaciones precisas. Para que todo marchara bien, te­nía tres teléfonos en casa: uno en el dormitorio, otro en la sala y otro en el comedor. Como los obreros querían mucho a José Carlos, iban hasta la casa a con­sultarle problemas de trabajo u otros”.

¿Era Ud., preguntamos, la que llevaba los artículos a Varieda­des y Mundial?

– “Sí. Primero él me decía: ‘Dile a Vegas García, el adminis­trador, que voy a escribir sobre tal o cual tema. Que prepare las fotos’. Se ponía a escribir a las cinco o seis de la tarde, y a las ocho o nueve estaba listo el artículo que iba a salir al día siguiente”.

¿Cuál era el pago por cada ar­tículo?

– “Veinte soles en Mundial y quince en Variedades. Cuan­do él estaba enfermo, Vegas Gar­cía me decía: ‘Usted no sabe cuánto ha bajado la revista des­de que no escribe’”.

Existen facetas todavía inédi­tas de este ser adamantino. Po­cos saben, por ejemplo, que era buen dibujante. “A mí me dibu­jaba muy bien, cuenta la viuda. A veces, hasta pintaba a la do­méstica con el bebé cargado”.

Hay otros aspectos inéditos que nunca se podrán recuperar. A su muerte, la policía acostumbró, una y otra vez, llevarse los ca­jones del escritorio del difunto. Cuando la señora Annita los res­cataba, después de grandes pug­nas, siempre faltaba algo.

¿Cómo era José Carlos con los niños?

– “Era muy cariñoso con ellos. Basta decirle que cuando estaba en casa, a cada momento pregun­taba dónde estaban los chicos y qué hacían. Una vez, Carmen Sa­co le dijo: ‘Oiga, José Carlos, ¿no le molestan los niños?’ Él contes­tó: ‘No me molestan. Pueden es­tar sentados encima de la má­quina, y a mí no me molestan’”.

Amador de la vida, luchador social, soldado de un combate diario con la muerte en sus últi­mos años, José Carlos fue desde su temprana edad ajeno y reacio a la bohemia. Federico More ha narrado cómo, mientras Abraham Valdelomar pedía ajenjo, él se limitaba a un helado de menta o un vaso de leche. Sólo esa auste­ridad, y la enorme conciencia de su misión en la historia, explica la inmensidad de su obra.

“Una vez – cuenta la señora Annita -, vinieron los soplones. En lugar de llevarse “El Capital” se estaban llevando una colección de Pirandello empastada en cue­ro… No lo dejaban trabajar”. Como se sabe, en los días ante­riores a su muerte, él había es­tado preparando un viaje defi­nitivo a Buenos Aires. Waldo Frank, desde Nueva York, Sa­muel Gluzberg, desde la capital argentina, lo animaban a quedar­se allá. Los ataques de la dicta­dura de Leguía y los denuestos de la izquierda demagógica – Víc­tor Raúl incluido- le habían he­cho acá la vida imposible. Sólo una sombra suave, una mano tier­na, lo acompañaban en las horas del dolor más íntimo. Anna. El gran amor. Ella estuvo a su ca­becera el día de su muerte. A su lado estaban también su madre, Artemio Ocaña, dos jóvenes ju­díos amigos y admiradores del Maestro. Después vinieron las muchedumbres más inmensas que se hayan reunido para unos fu­nerales en Lima. Entre banderas rojas y versos de “La Internacio­nal”, el pueblo sencillo, el pue­blo amado por él, le dijo adiós. Para el pueblo, y también para Anna Chiappe, iba a comenzar una época triste y difícil. Ella, la mujer fuerte, tampoco iba a dar­se por vencida. Hasta hoy se le ve todos los días, puntualmente, detrás del mostrador de una li­brería trabajando. Es en la pri­mera cuadra de la Avenida Larco de Miraflores, y todavía sigue las huellas del difunto imborra­ble. Las ediciones de las obras del Amauta tienen en ella una ins­piradora. Siguen sonando en sus oídos, siendo verdad hermosa y profunda, las palabras aquellas: “La vida que te falta es la vida que me diste”.

(*) Publicado en Caretas N° 393, 14 de abril de 1969.

Por Javier Mariátegui

 

El Centenario de Anna Chiappe de Mariátegui fue recordado en la forma austera y silente que ella hubiera elegido. Siempre distante de la figuración, cuidaba mantener un “perfil bajo”, temerosa de que su relación con el Amauta ampliara y hasta magnificara su figura. Quizá por esta razón dejó sin escribir sus memorias, que alguna vez anunció al periodismo con el discreto título de Diez años al lado de José Carlos Mariátegui.

En 1936, Jorge Falcón reveló en una entrevista publicada en la revista Excelsior: 

Llevo escritas algunas páginas sobre los últimos diez años de Mariátegui. Es el mejor legado que les puedo legar a mis hijos. Aún más, están escritas para ellos. Por eso es que nadie las conoce ni las conocerá nadie mientras yo viva. Son escritas con la intención de que los muchachos conozcan bien quién fue su padre; y ellos son los únicos que pueden publicarlas, si algún día así lo desean.

Conocedor de este proyecto, más de una vez reclamé a Anna estas páginas: 

No tengo hábitos intelectuales, nunca escribiré esas memorias. Pero puedes hacerlo tú, en base a las conversaciones, a las revelaciones que te he hecho, a los fragmentos de diálogo que has grabado.

Anna Chiappe Iacomini nació en Lucca, el 26 de julio de 1898. Fueron sus padres Domenico Chiappe y Iacopa Iacomini. Don Domenico Chiappe era comerciante de café y por esta razón viajaba con frecuencia al Brasil. En Lucca, su tierra natal, hermosa ciudad toscana medioeval —una de las pocas que conservan sus murallas íntegras—, pasó Anna sus primeros años y cursó estudios elementales, que continuaron en Siena, de donde pasó a Florencia para los estudios de liceo. Anna tuvo una instrucción esmerada y frecuentó tempranamente a los clásicos italianos. Aún en sus años de persona mayor, recitaba íntegros cantos de la Commedia. Tenía una voz educada y, en soledad, para su personal disfrute, cantaba arias de óperas de Verdi, Puccini, Mascagni, Rossini, entre otras.

Hija única (tuvo un hermano mayor del primer matrimonio del padre), perdió a su madre doña Iacopa a los 12 años y a su padre a los 16, quedando desde entonces al cuidado de un tío paterno, quien fue consultado cuando, tras un decisivo encuentro florentino, Anna optó unirse en matrimonio con José Carlos Mariátegui, “sudamericano pálido y cenceño”. “Regresarás a Italia derrotada y cargada de hijos” vaticinó el tío, preocupado por el futuro de la joven confiada a su tutela. En esos tiempos enviudar era una forma de fracasar y en 1930 Anna, de regresar a su tierra, habría visto cumplido el pronóstico del tío.

¿Qué la hizo reparar en José Carlos en los primeros encuentros florentinos? “Había en José Carlos un atractivo especial, difamaba una fuerza espiritual que no había experimentado con las gentes de mi tiempo”, memoraba Anna. “Al afecto, a la ternura, que son sentimientos sencillos e inefables, se unió pronto una casi hipnótica relación de dependencia frente a un ser superior. La calidad de su pensamiento, su capacidad de análisis, su singular instinto crítico, todo ello unido a un sentido del humor de veras excepcional que no lo abandonó aun en los momentos más duros de su existencia. Recuerdo que en su gravedad extrema, más le preocupaba el estado de los demás que el propio: el sufrimiento mío, de su madre, de sus hijos”. “Sea cauto en lo que diga a los míos en relación al estado de mi salud”, rogaba a sus médicos. “Yo me siento mejor y estoy seguro de superar esta crisis y recuperar mis energías y mi entusiasmo de siempre”. Anna vivía contagiada de este sano optimismo, sin perder la visión realista de las cosas.

De no ser por los cuidados y, sobre todo, por la decisión de Anna, José Carlos no habría sobrevivido a la crisis de 1924. Salvó la vida con la pérdida de la pierna derecha, operación heroica realizada por el eminente cirujano profesor Guillermo Gastañeda, entonces Decano de la Facultad de Medicina, en el antiguo local del Hospital Italiano. Por prejuicios religiosos, su madre, Amalia La Chira, se oponía a la intervención. El catolicismo ultramontano de entonces rechazaba las operaciones mutilantes. Pero Anna, con energía, respondió al cirujano: “Soy su esposa y la madre de sus hijos: si no hay otra alternativa, proceda Ud. a la operación”. La convalecencia fue larga pero con el apoyo emocional de Anna el Amauta recuperó su vitalidad y su extraordinaria capacidad intelectual, reanudando con más energía sus tareas intelectuales y políticas. Después de una temporada en “Leuro”, zona de Miraflores algo distante del mar, José Carlos se instaló con su familia en la Casa de Washington en Lima, a mediados de 1925.

Limitado por la amputación, José Carlos tuvo que adaptarse a sus “mudadas condiciones físicas” y hacerse de “gustos sedentarios”. Hizo en Chosica una cura de helioterapia, en la Casa de Salud del Dr. Luis Pesce, con especial cuidado del muñón de amputación para favorecer, lo antes posible, la aplicación de una prótesis que le permitiera recuperar su movilidad. Ese fue uno de los principales motivos que lo hicieron pensar en viajar a la Argentina, a atenderse con calificados ortopedistas.

Aunque salía diariamente a pasear por los alrededores, el Bosque de Matamula, el Parque de la Exposición, permanecía la mayor parte del tiempo en la casa, leyendo, escribiendo, preparando sus publicaciones, recibiendo visitas a partir de las 6 p. m. en el ambiente grande de la sala donde estaba el célebre “Rincón Rojo”. Permanecer en casa permitía un control más cercano de su estado de salud. Anna podía dirigir la casa con el cuidado próximo de su esposo y de sus menores hijos. Le “filtraba” cualquier información enojosa y disponía el manejo de la economía.

Este obligado retiro favoreció la productividad de José Carlos Mariátegui. Fueron los “años cumbres” de su tarea intelectual. Desde esta casa se producía la revista Amauta (1926-1930) y el quincenario Labor (1928-1929).

Cuando se produjo el fallecimiento, en abril de 1930, Anna hizo acopio de sus reservas emocionales. ¡Es que nunca las perdió! Cuando los universitarios, escritores de vanguardia, dirigentes sindicales y los militantes políticos querían organizar el velatorio al estilo laico y proceder a retirar cruces y candelabros, Anna les conminó: “Este es el homenaje de su madre, mujer creyente, que tenemos que respetar. Pongan sus estandartes y banderolas sin retirar los signos de culto católico en que José Carlos se crió y que constituyen hoy la ofrenda de su madre, a quien veneraba”.

Desaparecido físicamente Mariátegui, Anna iba casi diariamente al cementerio, a su nicho del Cuartel “Santa Bárbara”, con luto cerrado que mantuvo por años. Recuerdo que, muy niño, a los 4 ó 5 años, hacía que la acompañara. Se entraba por la Puerta Primera del Presbítero Maestro. Cuando pasábamos por el pabellón laico, destinado principalmente a los suicidas o a los muertos sin credo confesional, Anna apretaba el paso, hasta llegar al triste y modesto Cuartel de “Santa Bárbara”.

Con la muerte de José Carlos, Anna Chiappe se impuso tres tareas esenciales: primero, la subsistencia en adecuado nivel de vida (salud, alimentación, educación, vivienda) de sus cuatro hijos que habían quedado en la orfandad; segundo, el mantenimiento viviente del recuerdo, ideario y emocionario, y la figura ejemplar del Amauta, su ethos superior; y tercero, la conservación de sus escritos y archivos para darlos a la estampa tan luego las condiciones lo permitieran, y darles gran difusión. Todo su proyecto personal quedaba relegado al cumplimiento de estas metas. En su larga vida pudo ver plasmados sus ideales.

Ya vivíamos en Barranco (1937) cuando se instaló sobre el nicho una sobria lápida en mármol negro y letras doradas que solo tenía inscritos el nombre (“José Carlos Mariátegui”) y las fechas de nacimiento y muerte. Destacaba sobre el resto de las lápidas, blancas, con signos de fe, decoración o frases alusivas a vínculos familiares. Veinticinco años después, esa lápida se extrajo con cuidado y se conserva en la bóveda del Mausoleo del Amauta, un túmulo granítico obra del escultor español Eduardo Gastelú Macho, en la Puerta Cuarta del Cementerio Presbítero Maestro.

Anna Chiappe reposa a su lado, como fue su deseo, en un sobrio mausoleo, desde que abandonó su envoltura corpórea, el 16 de junio de 1990. Estaba por cumplir los 92 años. No tenía ya “sus antiguos colores de Madonna toscana”. Había insuflado lo mejor de su vida al compañero amado: “la vida que te falta es la vida que me diste”.

Como saben los estudiosos del Amauta, su relación con el pensador italiano Piero Gobetti fue cercana e influyente. Quizá si las primeras traducciones de la obra del escritor turinés al español fueron las realizadas por José Carlos para su revista Amauta. Existe un paralelismo entre la vida y la obra de los dos ilustres pensadores, Gobetti y Mariátegui. Este sentía por aquel “una amorosa asonancia”, como lo señala en la definitoria introducción al “proceso de la literatura” de 7 ensayos. Este año de 1998 se conmemora “L`anno di Ada”, por el trigésimo aniversario de la partida de Ada Prospero Marchesini de Gobetti, la ejemplar viuda de Piero. La Ciudad de Turín y el Centro de Estudios Piero Gobetti han organizado sentidos recordatorios, a los que nos aunamos, en coincidencia calendaria con el centenario del nacimiento de Anna Chiappe viuda de Mariátegui.

* “Centenario de Anna Chiappe, en Anuario Mariateguiano Vol. X, No.10, Lima, 1998, págs. 249-251, en Incontri, Año 32, No. 1, Lima, 1999, pp. 80-82 (español-italiano)

«Estamos a casi un mes de que se clausure la exposición Redes de vanguardia: Amauta y América Latina, 1926-1930. Un trabajo de gran valía que después de haberse presentado en España y Perú llegó a México el 17 de octubre del presente año, y luego de una breve estancia en el país se llevará a Inglaterra. Este esfuerzo dimensiona de manera especial la importancia que la revista Amauta tuvo para la región latinoamericana. Además del reconocimiento a las curadoras Natalia Majluf y Bervely Adams, hay que mencionar el trabajo de José-Carlos Mariátegui y Ana Torres, que han estado trabajando la digitalización y la socialización libre del Archivo José Carlos Mariátegui, el cual ha proporcionado mucho del material que se expone en esta muestra.

La revista Amauta, publicación impulsada por el intelectual peruano José Carlos Mariátegui, entre 1926 y 1930, fue uno de los principales núcleos de la difusión y desarrollo del arte vanguardista en América Latina y el Caribe. Desde sus páginas se propició una reflexión sobre las relaciones del arte y la política así como la concepción de una estética acorde con la efervescencia revolucionaria de la década de los veinte del siglo precedente. Esta nueva estética tenía un tono militante adquirido por el avance del socialismo como teoría y opción política que se puede apreciar en la exposición que hoy alberga el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México. La exposición se enfoca de manera principal en las escenas y debates de vanguardia de Argentina, México y Perú, pero también deja ver los alcances que el trabajo de Mariátegui tuvo para expandir redes intelectuales en Europa.»

«Un total de 102 iniciativas culturales de diversas regiones fueron premiadas con los Estímulos Económicos para la Cultura 2019 que entregó este año el Ministerio de Cultura que anoche presentó a los beneficiarios de esta iniciativa.

Según el Ministerio de Cultura, este año se convocaron 36 concursos, a los cuales se presentaron más de 2,000 proyectos a escala nacional e internacional. De todos estos, resultaron como ganadoras 348 obras culturales: 238 provenientes de Lima y Callao, 102 de distintas regiones y 8 desde el extranjero, premiando proyectos relacionados con la actividad audiovisual, las artes escénicas, visuales y la música, el libro y el fomento de la lectura; siendo los proyectos de artes, libro y lectura financiados por segunda vez dentro de este marco.»

«La exposición Redes de Vanguardia: Amauta y América Latina 1926-1930 se presenta con éxito en el Museo de Arte de Lima (Paseo Colón, Cercado de Lima).

Esta muestra, que estuvo hace unos meses en Madrid, viajará dentro de poco al Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México y, después, a Estados Unidos.

La exhibición propone una nueva narrativa sobre las vanguardias latinoamericanas de la década de 1920 desde la perspectiva de la influyente publicación creada y dirigida por el pensador José Carlos Mariátegui.

La curaduría está a cargo de Beverly Adams (Blanton Museum of Art de la Universidad de Texas, en Austin) y Natalia Majluf (Museo de Arte de Lima).

En sus páginas, Amauta reunió textos de literatura, artes visuales, política y economía, y publicó o reseñó la obra de figuras tan diversas como Martín Adán, Jorge Basadre, Jorge Luis Borges, Maxim Gorky, Víctor Raúl Haya de la Torre, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral, entre otros pensadores o creadores.

El proyecto incluye una publicación que suma las voces de reconocidos estudiosos del período reunidos para este fin, la cual ya está disponible en el Museo de Arte de Lima.»

15 de setiembre de 2019. «En sus páginas, Amauta reunió textos de literatura, artes visuales, política y economía, y publicó o reseñó la obra de figuras tan diversas como Martín Adán, Jorge Basadre, Jorge Luis Borges, André Breton, Gamaliel Churata, Julia Codesido, José María Eguren, Gabriel Fernández Ledesma, Waldo Frank, Sigmund Freud, Maxim Gorky, George Grosz, Víctor Raúl Haya de la Torre, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, César Moro, Pablo Neruda, Emilio Pettoruti, Magda Portal, Diego Rivera, José Sabogal, Miguel de Unamuno, César Vallejo, entre otros.

Redes de vanguardia: Amauta y América Latina, 1926-1930 es la primera exposición internacional dedicada a Amauta desde la perspectiva de las artes visuales y cuenta con la inestimable colaboración del Archivo José Carlos Mariátegui. La muestra culminó en mayo su exitosa temporada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid (España), y tras su paso por el MALI continuará su itinerancia hacia México y Estados Unidos.

Cabe indicar que el proyecto incluye una publicación que suma las voces de reconocidos estudiosos del periodo reunidos para este fin, la cual ya se encuentra disponible a la venta en la Tienda MALI.»

13 de agosto de 2019. «Mariátegui fue uno de los latinoamericanos que más arte contemporáneo había visto en Europa, nos cuenta Natalia Majluf, una de las curadoras de la muestra. Ello le permitió tomarle el pulso a las vanguardias de este lado del mundo y hacer de Amauta su caja de resonancias. En ellas identificó un espíritu de ruptura, sin nostalgias, abierto al futuro. Así, por aquellas páginas desfilarían nuevas ideas en política, creación literaria y plástica.

Y fue probablemente la revista más influyente de América Latina en el siglo XX, sostiene Majluf. Primero, por su impacto internacional. Pocas revistas circularon tan ampliamente como Amauta. Segundo, porque se concebía como una propuesta regional, pero se enmarcaba en un contexto cosmopolita. Muchos se identificaron con esa visión.

Todo ello fue posible gracias a una extensa red de corresponsales, entre los cuales fue determinante la red de exilados apristas. “Pero hay que decir que el propio carisma intelectual de Mariátegui lo convirtió pronto en una referencia regional, que atrajo colaboraciones de distintas capitales de la región”, apunta la curadora.»

Taller learning-by-doing: Dibujando archivos

A cargo de: Jaume Nualart. (ESP)

Lugar: Aula 8 – MALI

Fecha: 19/08/2019, 20/08/2019, 21/08/2019

Costo: Ingreso gratuito. Previa inscripción aquí.

Entre los jóvenes que ya nacieron con los medios digitales hay comportamientos que no se adoptan por falta de práctica o acceso. Una de las barreras es que no hay facilitadores y existen también prejuicios culturales. Por ello, se plantea desarrollar un taller del tipo learning-by-doing que canalice el discurso en la práctica y busque cambiar dichos comportamientos con el apoyo práctico y de facilitadores.

 Objetivos

  • Orientar, a partir de los documentos del Archivo Mariátegui, a la práctica del diseño, desarrollo de análisis, visualizaciones de datos para la exploración de archivos y repositorios digitales.
  • Generar nuevas narrativas y evidenciar el potencial del trabajo con datos estructurados obtenidos de los repositorios digitales de diversa índole.

 Metodología 

Si bien no se requiere conocimientos de programación previos, se busca que los participantes estén interesados en acervos digitales o laboren con este tipo de sistemas.

El taller consistiiò en tres (3) días de trabajo de ocho horas dividido de la siguiente forma:

  • Sesiones de mañana: 10h-13h (3 horas)
  • Sesiones de tarde: 15h-19h (4 horas)

Se desarrollaron principalmente las siguientes actividades:

  • Introducción y ejemplos de análisis, visualización y exploración de archivos y colecciones digitales.
  • Presentar datos necesarios y definir los proyectos a trabajar que se desarrollarán durante el taller.
  • La gran parte de las sesiones posteriores estarán dedicadas al desarrollo de prototipos que será presentado al final del taller.

 Resultados

  • Evidenciar la importancia de categorizar y organizar correctamente la información, así como presentarla en plataformas públicas, abiertas e interoperables para generar usos posteriores de la misma.
  • Mostrar la importancia de los archivos y su implicancia para el desarrollo de nuevas investigaciones.
  • Presentar la descripción documental junto con el proceso de digitalización como piezas de engranaje que deben ser desarrolladas en conjunto.
  • Generar nuevas formas de presentación de información a partir de los documentos que las instituciones albergan.

Sobre el tallerista

 Jaume Nualart Vilaplana es investigador transdisciplinar, interesado en el análisis y la visualización de datos y en el diseño de interfaces de información. Licenciado en Química, doctorado en Información y Comunicación por la Universidad de Barcelona (2015) y en Comunicación por la Universidad de Canberra (Australia, 2017) y con un postdoc en la KU Leuven (Bélgica). Actualmente es profesor colaborador en la Universitat Oberta de Catalunya–UOC y ha trabajado, junto con el equipo del Archivo Mariátegui, en la aplicación al repositorio de tecnologías semánticas y de visualización de datos.

Fecha: Del lunes 19 de agosto hasta el miércoles 21 de agosto

 

Cronograma de actividades

 Sesiones:

 Día 1 (Mañana)

  • Presentaciones
  • Introducción ¿Qué es la visualización de datos? Ejemplos.
  • Tecnologías de interface: ¿Cómo funcionan?
  • Definición y ejemplos de OpenData
  • Tipos de datos. Almacenaje, intercambio y transformación de datos.

 Día 1 (Tarde)

  • Introducción y ejemplos de visualización y exploración de archivos y colecciones digitales.
  • Presentación de los datos propuestos.
  • Sesión para definir los proyectos que se desarrollarán en el taller

 Día 2 (Mañana y Tarde)

  • Presentación de cada proyecto (por persona o por grupo). Sesión de desarrollo.

 Día 3 (mañana y tarde)

  • Sesión de desarrollo. Presentación final de proyectos. Comentario final.

Público y convocatoria

 El taller estaba dirigido para profesionales de las áreas de Humanidades y Ciencias Sociales que trabajen en diferentes unidades de información como bibliotecas, archivos, museos y/o centros de información —tanto públicas como privadas— y profesionales de ciencias de la información.

 

23 de junio de 2019. «Es así que, luego de más tres años de trabajo, la muestra finalmente tomó forma. Lo que se ha inaugurado en el MALI es, en esencia, la misma exposición que pasó por ARCOmadrid, salvo algunos añadidos, como la imponente “Fiesta andina, La Cashua”, de Camilo Blas, y otras obras. El conjunto demuestra la sorprendente amplitud de artistas –peruanos e internacionales, consolidados y emergentes– cuyas creaciones fueron incluidas en las páginas de la revista. “Mariátegui viajó a Europa como un periodista con inquietudes literarias, pero interesado sobre todo en entender el proceso político y social de la posguerra –explica Natalia Majluf–; sin embargo, en el camino se encuentra con formas artísticas muy diferentes a las del Perú. Y cuando regresa a nuestro país, probablemente haya sido uno de los latinoamericanos que más arte contemporáneo había visto en Europa”.

Partiendo desde la identidad gráfica de la revista –de la que Sabogal se hizo cargo casi en su totalidad–, en ella confluyeron obras de Jorge Vinatea Reinoso, Julia Codesido, Elena Izcue, Carlos Quízpez Asín, los mexicanos Diego Rivera, Germán Cueto y Agustín Lazo, los argentinos Emilio Pettoruti, Norah Borges, Xul Solar y José Malanca, el francés Jean Charlot y varios más. Un cruce plural de estilos e incluso de contradicciones que, sin embargo, nunca se pretendió como una unificación de programas estéticos. Y es ese justamente el sentido de la muestra en el MALI: revelar la simultaneidad de los proyectos artísticos, con todos sus contrastes.

“Construir esta exposición era una oportunidad para analizar una narrativa de los años 20 desde la perspectiva local y a la vez mostrar el enorme impacto e influencia de José Carlos Mariátegui en esa época. Por eso no temo señalar que ‘Amauta’ es probablemente la revista más influyente de América Latina en el siglo XX”, agrega Majluf.»

 

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